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martes, 14 de agosto de 2018

La gran mentira del Estat catalá

La gran mentira del Estat catalá, lo fals país aplastat tres vegades per España desde 1873.

Luisico Companys. Miréu quin bigotet y quin ditet, tos recorde an algú?

Luisico Companys. Miréu quin bigotet y quin ditet mes tiesso, tos recorde an algú?

En varies ocasions se ha proclamat de forma ilegal desde lo siglo XIX la independensia de la regió catalana, y a totes ha sigut acallada por la legitimidat y lo apoyo sossial al gobern sentral.


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Ni reino catalá, ni país catalá, ni paísos catalans, ni país valensiá.
Estos términos, hoy manidos y generalizados por el independentismo, chocan drásticamente con la realidad y con la historia. Tan solo se ha materializado la proclamación ilegal del Estat catalá en tres ocasiones hasta la actualidad. Todas, a partir del siglo XIX y tras el nacimiento del fervor nacionalista. Sin embargo, en cada una de ellas el gobierno y la cordura actuaron para acabar de raíz con aquellos separatistas que -en 1873, 1931 y 1934- intentaron llevar a cabo una ilegalidad manifiesta.
Y es que, aunque duela a muchos, la historia no miente. Cataluña, en contra de lo que nos quieren hacer creer, ya formaba parte de la Hispania romana y de la visigoda. Y jamás tuvo consideración de Estado. De hecho, pasó a ser uno de los dominios de la Corona Aragón después de que el rey Ramiro II casara a su hija Petronila con Ramón Berenguer IV (conde de Barcelona) en 1151. Fue, en definitiva, una forma de adquirir, por vía matrimonial, aquellos territorios que tanto ansiaba.
En base a esa unión nació la Corona de Aragón. No la Corona de Cataluña. Y, por ello, términos actuales como «Países catalanes», «Confederación catalano-aragonesa» o «Corona catalano-aragonesa» (hoy más que populares gracias al independentismo) poco tienen de realidad.

Un intento de Estado

El término Estado catalán permaneció en el olvido hasta la llegada de la Primera República. Una forma de gobierno que arribó a las fronteras españolas como culminación del proceso revolucionario de 1868 y tras el suspiro que supuso el reinado de Amadeo I de Saboya (quien apenas sentó sus reales dos años en el trono).
«Nadie la trae; la traen todas las circunstancias», afirmó sobre el nuevo régimen Emilio Castelar, ministro de Estado desde la proclamación de la Primera República en 1873.
El experimento saldría caro a la postre. En los escasos 22 meses que se extendió en el tiempo pasaron por el poder nada menos cuatro presidentes. Por si fuera poco, a partir del 11 de junio de 1873 las Cortes promulgaron el establecimiento de un sistema federalista que (a pesar de no llegar a ponerse en práctica en principio) favoreció el enfrentamiento entre diferentes regiones.
Ya lo dijo el destacado jurista Juan Ferrando Badía en su obra «Primera República Española»: «El federalismo fue una gran utopía […] que conformó la mentalidad del […] regionalismo».
Ejemplo de ello fue el nacimiento -a partir de 1873- de hasta 26 movimientos cantonales que buscaban la independencia de pequeñas regiones como Camuñas Motril. La lucha por la autonomía llegó al absurdo en regiones como Jumilla (hoy, un municipio de unos 970 kilómetros cuadrados). No en vano, desde el mencionado territorio se envió el siguiente texto: «La nación jumillana desea vivir en paz con todas las naciones vecinas y, sobre todo, con la nación murciana, su vecina; pero si la nación murciana se atreve a desconocer su autonomía y a traspasar sus fronteras, Jumilla se defenderá».
En este contexto se produjo (entre 5 y el 7 de marzo de 1873) la proclamación del Estado catalán por parte del anarquista malagueño José García Viñas y el médico socialista francés Paul Brousse. «Los impulsores fueron representantes de las diputaciones catalanas y baleares reunidos en el palacio de la Generalitat», explica el historiador catalán Andreu Navarra Ordoño en su obra «La región sospechosa. La dialéctica hispanocatalana entre 1875 y 1939».
El experto añade que la dirección del movimiento recayó sobre Baldomer Lostau, de la «izquierda federalista catalana». Lo que implica que poco tenía aquello de acción independentista y que, por el contrario, lo que realmente buscaban los golpistas era presionar al gobierno de Estanislao Figueras para que aplicara, de una vez por todas, las promesas federales que prometía.
Así queda claro en el título que le dieron los golpistas a su nuevo experimento político: «Estado catalán federado con la república española».
«Nadie apoyó la proclamación, y en Madrid fueron reprobados por los catalanes»
A nivel práctico, todo ocurrió muy rápido. En palabras de «La Correspondencia de España» (uno de los diarios más destacados del siglo XIX) «unos 16.000 voluntarios» declararon repentinamente «el Estado catalán» en el Ayuntamiento de Barcelona el 5 de marzo. Con todo, y a pesar del éxito inicial, el periódico también señaló en su momento que «gran número de personas abandonó la ciudad» y que «todas las corporaciones y agrupaciones republicanas, la Diputación, el Ayuntamiento, los federalistas, el centro republicano federal, y las asociaciones de los distritos se pusieron en expectativa».
Para una buena parte de los autores, el movimiento fue minoritario a pesar de que lograra hacerse con el poder. Uno de los que secunda esta tesis es el hispanista francés Pierre Vilar en su obra «Breve historia de Cataluña»: «Nadie les apoyó, y en Madrid fueron reprobados por los catalanes que, por primera vez, eran responsables de la República». A pesar de ello, y durante dos jornadas, los secesionistas se plantearon objetivos tan descabellados como convocar elecciones obligar al ejército español ubicado en la región a disolverse.
La vida del Estado catalán se extendió escasamente dos días. Como ministro de Gobernación, las primeras medidas que tomó Francisco Pi y Margall fueron (en palabras de Pérez Roldán) «incomunicar la ciudad con el resto de España» y poner sobre aviso a «los gobernadores de las provincias adyacentes con el objetivo de aislar el movimiento».
Al final todo aquello quedó en nada cuando, según Navarra, el político contactó con los independentistas y «los disuadió de continuar con aquel camino prometiendoles que en las próximas elecciones constituyentes sería votada una constitución federal».
La doctora en historia, por su parte, cree determinante para el abandono de aquellas ideas secesionistas el que la crisis del Gobierno republicano en la capital acabase rápidamente.

Por sorpresa.

Hubo que esperar seis décadas tras el fallido experimento de 1873 para que los partidos republicanos forjados al calor de la «Dictablanda» de Primo de Rivera se unieran en San Sebastián y acordaran constituirse en un «Comité Revolucionario».
O «autoproclamarse», como llegó a expresar el anarquista Diego Abad de Santillán tras la reunión celebrada en 1930.
Ya entonces, y tal y como afirma José Gonzalo Sancho Flórez en su obra «La Segunda República española», «los catalanes formaron su propio comité, aunque comprometiéndose desde el principio a prestar su total apoyo al Nacional». En palabras del experto, a cambio solicitaron el apoyo de sus compañeros a la «causa catalanista» ofreciéndoles un Estatuto de Autonomía cuando llegaran al poder.
Aquel grupo fue el germen al que se fueron uniendo -en los meses siguientes- varios partidos ávidos de un cambio de rumbo político. Además de la base sobre la que se construyeron los comicios del 12 de abril de 1931. Los mismos que acabaron convirtiéndose en un plebiscito contra la monarquía. «En ellos, el pueblo de una forma indirecta y, si cabe, hasta sin proponérselo, entregó el poder a las fuerzas republicanas burguesas y a sus aliados socialistas», añade Sancho. La victoria de estos partidos en 41 capitales de provincia fue un auténtico puñetazo en la mesa y terminó de un plumazo con la monarquía.
Apenas dos jornadas después, el 14 de abril de 1931, el júbilo se hizo patente en Eibar, la primera ciudad en alzar la bandera republicana. A las tres y media de la tarde se hizo lo propio en el edificio de Correos de Madrid.
Sin embargo, una de las regiones españolas donde se vivió con más fervor la llegada del nuevo sistema político fue en Barcelona. En la Ciudad Condal el encargado de proclamar la llegada de la República desde el balcón del Ayuntamiento fue Lluís Companys, uno de los pesos pesados de la también victoriosa Esquerra Republicana(ERC). Aunque, como señala Montserrat Figueras en su obra «Apuntes iusfilosóficos en la Cataluña franquista (1939-1975)», fue a eso del mediodía y, por tanto, bastante antes que en la capital.
Apenas media hora después de que Companys se dirigiese a los ciudadanos de Barcelona y fuera recibido con gritos de «¡Viva la República!» se vivió el segundo intento secesionista catalán.
Y es que, posteriormente se dejó caer por el mismo Ayuntamiento Francesc Maciá (líder de ERC) para proclamar la independencia catalana. Así narró el ABC este suceso el 15 de abril: «El Sr. Maciá desde el balcón habló nuevamente, manifestando que en nombre del pueblo de Cataluña se hacía cargo del Gobierno catalán y que en aquella casa permanecería para defender las libertades de su patria». A su vez, señaló que permanecería en aquella casa «sin que pudiese sacársele de allí como no fuera muerto».
«En nombre del pueblo de Cataluña proclamo el Estado catalán bajo el régimen de la República catalana»
A su vez, dirigió un escrito a los alcaldes de la región en los siguientes términos: «En el momento de proclamar el Estado catalán bajo el régimen de la República catalana os saludo con toda el alma y os pido que me prometáis la colaboración para sostenerla, comenzando por proclamarla en vuestras ciudades».
Con esta proclamación, el político se negó «de facto» a aceptar los resultados de las elecciones nacionales. De nada sirvieron los votos de miles y miles de españoles. Por suerte, el gobierno prefirió no recurrir a la fuerza y el día 17 de abril envió a los ministros Fernández de los Ríos, Marcelino Domingo y Lluís Nicolau d'Olwer a negociar con Maciá. Su labor fue determinante para el devenir de la región, pues lograron aplacar aquella locura ilegal.
«Después de las negociaciones [...] se acordó dejar a un lado la cuestión del “Estado” catalán, y substituir dicho planteamiento político por el de la restauración de un sistema de autogobierno limitado bajo el nombre histórico de Generalitat. Además se acordó la redacción de un Estatuto que el gobierno de la República presentaría como ponente en las Cortes. […] El gobierno provisional de la República dictó un decreto el 21 de abril de 1931 restaurando la Generalitat; en cuanto al proyecto de Estatut de Catalunya [...] fue elaborado y aprobado en los meses siguientes», explica Antoni Jordá en «Federalismo, regionalismo, nacionalismo: el restablecimiento de la Generalitat y el Estatuto catalán durante la Segunda República».

El último intento

La última intentona secesionista catalana se produjo en el marco de la Segunda República española allá por octubre de 1934. Justo después de que estallara la ira entre la izquierda por el acceso de tres ministros de la CEDA (una confederación de partidos católicos y de derechas) al gobierno estatal. Su llegada indignó a los más extremistas y provocó una huelga general que puso en jaque el régimen establecido.
Así explica la situación el sindicalista Antonio Liz Vázquez en su obra «Octubre de 1934: Insurrecciones y revolución»: «El día 5, por orden del Comité Revolucionario, ya estaba en marcha la huelga general y el paro era total en ciudades como Madrid, Barcelona, Oviedo y Bilbao».
La tensión aumentó drásticamente. En Madrid, por ejemplo, se decretó el despido de los trabajadores que se unieran a los parones establecidos (algo factible, pues estos habían sido declarados ilegales por el gobierno).
Y mientras en la capital se recurría a la fuerza para controlar a los huelguistas, en Cataluña sucedía otro tanto. De hecho, en Barcelona la discordia era máxima debido a la división entre las tres fuerzas predominantes: la Generalitat, la CNT y la Alianza Obrera. «La división entre ellas era total», añade Liz en su texto. De esta guisa, el día 5 el gobierno local envió guardias de asalto para tratar de sofocar las revueltas que pudieran sucederse en la urbe.
En esas andaba la situación el 6 de octubre de 1934 cuando Lluís Companys (presidente de la Generalitat y líder de Esquerra Republicana tras la muerte de Maciá) proclamó el Estado catalán. Lo hizo, en palabras de Liz, presionado por los obreros. Sus palabras (recogidas en la edición del 11 de octubre del diario ABC) llamaban al enfrentamiento: «¡Catalanes! Las fuerzas monárquicas fascistas que de un tiempo a esta parte pretenden traicionar a la República han logrado su objetivo y han asaltado el poder. [...] los núcleos políticos que predican constantemente el odio y la guerra a Cataluña constituyen hoy el soporte de las actuales instituciones. [...] Cataluña enarbola su bandera, llama a todos al cumplimiento del deber y a la obediencia absoluta al Gobierno de la Generalitat, que desde este momento rompe toda relación con las instituciones falseadas».
El diario ABC publicó, el día 11, la relación de los hechos. El texto fue escrito por el periodista Antonio Guardiola bajo el titular «El golpe de Estado de la Generalidad», quien describió lo tensa que estaba la situación antes de que Companys saliera al balcón de la Generalitat: «La plaza de la República fue llenándose de gentes, y en particular de jóvenes afiliados al Estat Catalá, somatenistas y partidarios de la Esquerra. Todos iban armados y algunos llevaban, además de una magnífica carabina Winchester, una soberbia pistola automática, a veces ametralladora, y en general, material modernísimo y excelente».
Acabado el discurso, inició una ronda de llamadas para ganar adeptos a su causa. El primer mandamás al que se dirigió fue al general Domingo Batet, jefe de la IV División Orgánica y «catalanista moderado» (tal y como afirma Pierre Broué en su obra «Ponencias presentadas al Coloquio Internacional sobre la IIa República Española»). A este militar le solicitó que se pusiese a sus órdenes para «servir a la República Federal que acabo de proclamar».
Contrariamente a lo que pensaba el presidente de la Generalitat, el oficial se mantuvo fiel a España. Companys tuvo más suerte con el comandante Enrique Pérez Farrás, el jefe de los Mossos d'Esquadra, quien sí se adhirió a la causa secesionista. 
Batet, por su parte, no se quedó mano sobre mano. Tras hablar con Companys telefoneó al presidente Alejandro Lerroux y, basándose en órdenes suyas, inició los preparativos para acabar con la rebelión. «Tras recibir refuerzos de Marruecos, el general declaró el estado de guerra», determina Luis E. Íñigo Fernández en su obra «Breve historia de la Segunda República española».
Broué añade que «todos los militares y la mayoría de las unidades policiales obedecieron las órdenes» del oficial fiel al gobierno. Frente a ellos se posicionaron un centenar de Mossos dispuestos a defender la Generalitat, así como milicianos pertenecientes -entre otros grupos- a Alianza Obrera.
Tras arribar a la zona, Batet atacó con fuego de fusilería y disparos de artillería. La lucha podría haber sido cruenta, pero el general se limitó a esperar pacientemente a que los defensores se rindieran. Todo ello, a pesar de que había recibido órdenes de acabar con la resistencia con contundencia. «Durante la noche, el ploramiques Companys y Batet negociaron la rendición, que tuvo lugar el 7 de octubre», añade Broué. Para entonces ya habían muerto en Barcelona entre 40 y 50 personas durante las escaramuzas.

Luisico Companys, un genocida
Posteriormente Batet y Companys fueron detenidos. Algo en lo que hace mucho hincapié el libro «Historia de Cataluña» (editado por el Museo de Historia de Cataluña): «El gobierno de la Generalitat fue hecho prisionero, juzgado y condenado a treinta años de prisión; el Estatuto de Autonomía quedó suspendido, y la mayoría de ayuntamientos y las nuevas autoridades pasaron a ser de carácter gubernativo». La obra, sin embargo, no explica que aquella proclamación fue una rebelión.